11 julio, 2006

La consecuencia de tu sonrisa

Hoy, estoy consumiendome en el miedo. Me doy miedo. Me das miedo.

Alimento una ilusión que reconozco como tal y como una esperanza de realidad que me regocija.

Me has llevado de regreso a mi infancia; con mariposas en el estómago y todo. Te estás convirtiendo mi sueño, en mi deseo, en mi anhelo.

No atino a hacer otra cosa que cerrar los ojos y reconstruirte. Visito otra vez tus ojos, tu sonrisa encantadoramente infantil, tu expresiones de tristeza, de coraje, de alegría. Visito de nuevo tus abrazos; fuertes, cariñosos. Esos abrazos en los que quisiera sorprender con un beso y terminar con la incertidumbre.

Me gusta. Me gusta sentir todo ésto otra vez. Me gusta sentir que no sé a donde voy; me gusta emocionarme de pronto y dudar al minuto siguiente. Me gusta leer mensajes ocultos, interpretar tus palabras, tus gestos, tus ideas para terminar en que en realidad, poco es real y mucho es esperanza.

Me gusta conquistarte. Me gusta venderte mis cualidades y confesarte mis defectos en voz bajita. Me gusta retar a mi mente para atinar cual será el mejor detalle para ganarme otro pedacito minúsculo de tu corazón. Me gusta sucumbir a esa parte animal que hace que se me inflame el pecho y se eleve mi barbilla cuando camino junto a tí.

Me da miedo, me aterra el resultado en el que mi ilusión quede en la anécdota, en el que mi corazón se encoja de nuevo y, por sólo un momento, me arrebate el aire que tengo para respirar.

Me emociona como a un chiquito, en cambio, aquel en el que puedo tener el tiempo y el espacio para inventar un motivo diario para hacerte sonreír; en el que puedo cuidarte y hacer lo posible porque nada malo te pase, en el que puedo ser testigo de tu vida y en el que puedes atestiguar la mía.

No tengo idea, no me das idea. Pero mi día, está constantemente dedicado a una esperanza que lleva tu nombre y que sabe a tí.

Va una canción, va un sueño, va mi corazón empeñado en mi sola intención de ser el responsable de tus sonrisas.

Héctor Valladares

Este fué mi segundo ejercicio de ficción. Poco elegante, pero intentona vale. Buen recuerdo y va:

Doña Elsa no podía creer que no pudiera ubicar a este muchacho en algún árbol genealógico. Juan Carlos Valladares. Según él, hermosillense de siempre y de familia hermosillense. Pero, ¿Valladares? pensaba ella. No lo había escuchado en tantos y tantos años de servir menudo, cabeza, pollo, café, pozole y otros gustos puramente sonorenses a todas las familias verdaderamente hermosillenses en el Mercado Municipal No. 1.

Juan Carlos había llegado esa mañana después de una noche de parranda no planeada que lo orilló a mantenerse despierto el tiempo restante de la noche por miedo a no levantarse a tiempo el día siguiente para ir al trabajo. La idea de mantenerse tanto tiempo sin pegar pestaña le emocionaba más de lo que le cansaba. Antes de entrar al lugar intercambió 8 pesos por un periódico a un papelerito que al parecer hacía negocio redondo. Parecía requisito traer un periódico bajo el brazo para entrar al ancestral recinto. Inmediatamente notó y se fascinó en la multitud de sombreros y cabezas blancas que poblaban las barras de azulejo de los cuatro establecimientos. Hermosillenses de verdad tradicionales que no se habían ido tras el canto de las sirenas de los cafés sofisticados y modernos que se habían instalado por montones en la ciudad los últimos diez años. Ahí convivían a diario ricos y pobres pero todos hermosillenses. Eran ya cómplices y hasta familia.

Se sentó a un lado de un grupo de hombres de mediana edad y fué cuando inició la charla con Doña Elsa mientras devoraba un plato topado de caldo de cabeza y carne.

- A ver, a ver muchacho: ¿Quién es tu papá? -preguntó Doña Elsa convencida de que encontraría alguna relación de su familia.

- Héctor Valladares -contestó Juan Carlos casi retando a la señora que le daba casi ternura al verla en su aparente frustración.

- Valladareees, Valladareees... ¿Para donde viven ustedes?

- Villa de Seris

- Héctor Valladares... de Villa de Seris... -Doña Elsa se esforzaba en hacer memoria. Comenzaba a asustarse. Era la primera vez que no ubicaba a alguno de sus comensales. Juan Carlos, que ya encontraba aquello divertido, decidió ayudarle.

- Bueno, mi papá nunca vivió con nosotros. Yo nunca lo conocí.

Doña Elsa sintió como se le caía el semblante. Pensó que debía dejar de hacer eso; siempre terminaba siendo imprudente y metiéndose en lo que no le importaba. No soportaba la vergüenza.

- Ay hijo, ¡perdóname! Eso me pasa por metiche, ¿verdad? -Dijo para tratar de cortar la tensión.

- No se preocupe Doña Elsa -respondió Juan Carlos en un tono de compasión y sonriendo. - Nunca lo conocí y no crea que me preocupa mucho. Pero mire, le tengo una buena noticia: el apellido de mi mamá es Mendívil.

A Doña Elsa le brillaron los ojos y se reincorporó inmediatamente.

- ¡Mendívil! ¡De Villa de Seris! ¡Clarooo! Entonces tu tienes que ser algo de Doña Chayito Mendívil, ¿verdad?

- Es mi abuela -respondió Juan Carlos dándole por fin su triunfo a Doña Elsa.

La plática eventualmente pasó de los árboles genealógicos a trabajo, clima y cocina. Juan Carlos terminó su desayuno, fué agasajado con una taza de café recién colado, Doña Elsa regresó a sus obligaciones y finalmente abrió el periódico que había tenido a su lado en todo momento y se dispuso a leer, fascinado con el lugar, la gente, los personajes que atisbaba desde atrás de su barra. Le encantaba estar ahí sentado y percibir cómo el grupo de lado hablaba en voz baja, el taquero de enfrente afilaba los cuchillos, los viejos de la esquina reían de chistes malos que escucharon de sus nietos y uno que otro teporocho pedía a gritos un café para curarse la cruda.

Finalmente se concentró en el diario y se impresionó con la noticia de un hombre de 86 años que había muerto arrollado por un camión. Por alguna razón, siempre había sido muy sensible hacia ese tipo de sucesos. Cuando leía el reporte del Ministerio Público, su concentración fué interrumpida por una voz masculina que repetía su nombre: Juan Carlos.

Él volteó hacia un lado, de donde venía su nombre y vió a un hombre que -reconoció- había estado sentado antes en el otro extremo de la barra con el grupo que hablaba bajito.

- Buenos días -contestó extrañado por el súbito abordaje de este tipo de jeans y camisa a cuadros que le parecía hasta un poco desagradable.

- Perdón que te interrumpa, pero no pude evitar escuchar tu plática con Doña Elsa.

- Ajá -contestó Juan como esperando mas información

- Y... bueno, la verdad que está medio canijo explicarte esto, pero pos tengo que platicarte. -Decía eso mientras sus manos no encontraban acomodo. Ya en el bolsillo frontal del jeans que vestía y pronto en el bolsillo trasero; de pronto entrelazadas o en posición de descanso; pronto en la barra y pronto fuera de ella. -La cosa es que, pues...

Juan Carlos lo interrumpió molesto. Este tipo que ni conocía de pronto se acerca, sabe su nombre, había escuchado una conversación que no era para él y ahora quería platicarle quien sabe que cosa. No le gustaba y de hecho le molestaba y lo distraía de cosas importantes que pasaban en ese momento en el periódico y en otros lugares del Mercado. Le gustaba mucho observar personajes o inventarlos, pero la interacción le parecía innecesaria.

- Primero, ¿Qué le parece si me va diciendo su nombre aunque sea?

El tipo se quedó mudo. Volteó tímidamente a ver a sus compañeros de café, quienes observaban la acción inquietantemente atentos, y regresó su mirada a Juan Carlos que se mantenía en la interrogación más extraña que había experimentado en mucho tiempo.

- Sí, claro -contestó el hombre -Héctor Valladares, mucho gusto. -Extendió su mano y la ofreció a Juan Carlos quien tuvo que volver a escuchar ese nombre en su mente varias veces. Se le nubló la vista, su cara se quedó estática y no respondía a las órdenes de su cerebro de cerrar la boca. Sintió de pronto odio, rencor e ira. Quiso madrearse al tipejo ese que, con esos huevotes venía y le decía desenfadado que era su Papá. Después de 27 años.

El estado de enojo y parálisis facial duró apenas unos segundos aunque le parecieron horas. Después, prefirió el lado positivo del asunto y pensó entonces en el pretexto que iba a inventar en su oficina para no presentarse y dedicar la mañana a platicar con su Padre. Quería saber todo. ¿Porqué se fué?, ¿Donde vive?, ¿A que se dedica?, ¿De donde viene su sangre?, ¿Porqué se fué?, ¿Porqué se fué y lo dejó buscando figuras paternas en cualquier cosa?, ¿¡Porque se fué, chingados!?

Juan Carlos entonces sintió que su cuerpo por fin respondía y logró extender su mano para regresar el saludo a... si, a su papá. Estrechó la mano de Héctor Valladares y casi deja salir su emoción con un abrazo pero logró controlarse.

Una carcajada ahogada por unos labios apretados y una mano se dejó escuchar desde la barra. Juan Carlos pensó en las ganas que le daban de golpear a quien quiera que haya sido por la falta de conciencia.

Dos, tres, diez carcajadas mas se abrieron descaradas e inundaron el lugar. Juan Carlos ahora sí se estaba encabronando. No estaba en condiciones de tratar con gente como esa, con tan poca madre.

Héctor Valladares también reventó en risa. Tanto que tenía que encorvarse una y otra vez.

Juan Carlos no entendía nada, o se negaba a entender hasta que vió a su papá acercarse rápido, ríendo al grado de la asfixia y con una fuerte palmada en la espalda le confesó la verdad.

- ¡Es una broma muchacho!, ¡No se me asustee!, ¡Siempre le hacemos bromas a los chavalos! -El resto de los parroquianos se unieron al hilarante festejo en ese momento.

A donde volteaba, Juan sólo veía y escuchaba risa. Sintió inmediatamente el calor en la cara y todas sus inseguridades volvieron de la infancia y se apoderaron de él. Rapidamente sacó un billete de cien pesos de su bolsillo y lo aventó a la barra sin importarle que su consumo había sido apenas de 42.

- ¡Nombre!, ¡no te vayas que nosotros te invitamos el desayuno! -le dijo el autor de la broma jalándolo del brazo.

Juan estaba realmente encabronado y finalmente profundamente triste. Veía los sombreros agitándose de arriba a abajo por todo el lugar respondiendo al ritmo de la risa descarada de sus respectivos dueños.

Tomó su periódico, volteó a ver a "Héctor Valladares" y no atinó a hacer otra cosa que gritar desde la base de sus pulmones: -¡Vete a la chingada, hijo de tu puta madre!

Dió la media vuelta y salió rápido del lugar. Atrás quedaban las risas, que seguían festejando el cruel ingenio del bromista. Los pasos de Juan Carlos cada vez más firmes. Héctor Valladares, otra vez, cada vez más falso.